Juan Enrique Soto
El perro
(Ilustración de portada: Carlos Rodón)
El
perro estaba allí, mirándome. Negro como un insulto, me enseñaba
sus colmillos, arrugaba su hocico. Sus ojos, anaranjados, fijos. Un
churrete de sangre pegajoseaba su pelo. Le sangraba una oreja,
media oreja. Yo no se la mordí, por supuesto, pero el perro no
parecía tenerlo tan claro. Su cuerpo, tenso como el aire que precede
a la tormenta. Y gruñía con cada gemido del sillón en el que yo
estaba sentado. Era un castigo permanecer sentado, pero no podía
levantarme sin precipitar su ataque.
No recuerdo cuánto tiempo
transcurrió. Fueron horas. El perro se tumbó. Apoyó su morro sobre
las patas delanteras y cerró los ojos. Yo intentaba moverme, pero el
sillón protestaba y el perro se despertaba, alzaba la cabeza y me
mostraba los colmillos, pero sin gruñir, que no le hacía falta para
amedrentarme.
Yo cabeceaba de sueño, luchaba por
no dormirme porque tenía miedo. Y sentía rabia al ver dormir al
perro. Hubiera deseado hacer lo mismo, aunque lo que realmente
deseaba era huir.
No había modo. Estaba a su merced.
Me masajeé la barbilla. Noté algo pegajoso en la comisura de la
boca. Creí que era saliva. No lo era. Era sangre y no parecía ser
mía. Aquel era el extraño gusto que notaba y yo pensaba que era el
pánico. Me picó una oreja y me rasqué. El tacto también era
pegajoso. Más sangre. Palpé con cuidado. Me dolía. Seguí con un
dedo el contorno de la oreja. Faltaba un pedazo. Igual que al perro
le falta un pedazo de la oreja derecha.
Entonces, miré al perro. También
él me miraba. Sí, tenía sangre en el hocico. Sería la mía. Le
enseñé mis dientes, gruñí. Él hizo lo mismo. Era un nuevo
empate.
Transcurrió más tiempo. Debimos
dormirnos ambos de nuevo. Al despertar, estaba allí, inmóvil,
mirándome. Le chorreaba sangre del morro. Busqué la causa. Le
faltaba la mitad de la pata delantera izquierda. Parecía haber sido
arrancada a mordiscos. No se lo había hecho porque reconocí el
sabor en mi boca. Era sangre. Mucha. No quise mirarme las piernas. Me
dolía una rodilla, la derecha. ¿Sería un nuevo empate?
Debía intentar por todos los
medios no dormirme. Le enseñé los dientes rojos. Gruñí. Él a mí
los suyos. Gruñó también. Yo sentía pavor y, al mismo tiempo, una
especie de euforia. Creo que el perro sentía lo mismo.
Transcurrió el tiempo. Fueron
horas. No podía verle. Me palpé el rostro. Me faltaban los ojos.
Noté algo blando en mi boca, de sabor extraño, y al morderlo
reventó su contenido líquido sobre la lengua. Él tampoco podría
verme a mí.
¡No debía dormirme! ¡No debía!
Pero lo hice. Mi piel sentía el espeso correr de la sangre. Traté
de mover el cuello, de escuchar sus gruñidos, de oler su miedo y el
mío. Mis sentidos habían perdido su habilidad, pero sentía que el
perro mutilado y aún vivo seguía frente a mí, igual de mutilado
que debía estar yo frente a él.
Seguíamos empatando.
Yo era consciente de que dormir una
vez más sería el final de ambos. Pero lo hice.
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