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miércoles, 18 de noviembre de 2015

Relato: "El Perro" de Juan Enrique Soto


Juan Enrique Soto

El perro

(Ilustración de portada: Carlos Rodón)


El perro estaba allí, mirándome. Negro como un insulto, me enseñaba sus colmillos, arrugaba su hocico. Sus ojos, anaranjados, fijos. Un churrete de sangre pegajoseaba su pelo. Le sangraba una oreja, media oreja. Yo no se la mordí, por supuesto, pero el perro no parecía tenerlo tan claro. Su cuerpo, tenso como el aire que precede a la tormenta. Y gruñía con cada gemido del sillón en el que yo estaba sentado. Era un castigo permanecer sentado, pero no podía levantarme sin precipitar su ataque.

No recuerdo cuánto tiempo transcurrió. Fueron horas. El perro se tumbó. Apoyó su morro sobre las patas delanteras y cerró los ojos. Yo intentaba moverme, pero el sillón protestaba y el perro se despertaba, alzaba la cabeza y me mostraba los colmillos, pero sin gruñir, que no le hacía falta para amedrentarme.
Yo cabeceaba de sueño, luchaba por no dormirme porque tenía miedo. Y sentía rabia al ver dormir al perro. Hubiera deseado hacer lo mismo, aunque lo que realmente deseaba era huir.

No había modo. Estaba a su merced. Me masajeé la barbilla. Noté algo pegajoso en la comisura de la boca. Creí que era saliva. No lo era. Era sangre y no parecía ser mía. Aquel era el extraño gusto que notaba y yo pensaba que era el pánico. Me picó una oreja y me rasqué. El tacto también era pegajoso. Más sangre. Palpé con cuidado. Me dolía. Seguí con un dedo el contorno de la oreja. Faltaba un pedazo. Igual que al perro le falta un pedazo de la oreja derecha.

Entonces, miré al perro. También él me miraba. Sí, tenía sangre en el hocico. Sería la mía. Le enseñé mis dientes, gruñí. Él hizo lo mismo. Era un nuevo empate.

Transcurrió más tiempo. Debimos dormirnos ambos de nuevo. Al despertar, estaba allí, inmóvil, mirándome. Le chorreaba sangre del morro. Busqué la causa. Le faltaba la mitad de la pata delantera izquierda. Parecía haber sido arrancada a mordiscos. No se lo había hecho porque reconocí el sabor en mi boca. Era sangre. Mucha. No quise mirarme las piernas. Me dolía una rodilla, la derecha. ¿Sería un nuevo empate?

Debía intentar por todos los medios no dormirme. Le enseñé los dientes rojos. Gruñí. Él a mí los suyos. Gruñó también. Yo sentía pavor y, al mismo tiempo, una especie de euforia. Creo que el perro sentía lo mismo.

Transcurrió el tiempo. Fueron horas. No podía verle. Me palpé el rostro. Me faltaban los ojos. Noté algo blando en mi boca, de sabor extraño, y al morderlo reventó su contenido líquido sobre la lengua. Él tampoco podría verme a mí.

¡No debía dormirme! ¡No debía! Pero lo hice. Mi piel sentía el espeso correr de la sangre. Traté de mover el cuello, de escuchar sus gruñidos, de oler su miedo y el mío. Mis sentidos habían perdido su habilidad, pero sentía que el perro mutilado y aún vivo seguía frente a mí, igual de mutilado que debía estar yo frente a él.

Seguíamos empatando.


Yo era consciente de que dormir una vez más sería el final de ambos. Pero lo hice.


Nacido en Alemania, Juan Enrique se creo en el popular barrio de Vallecas, en Madrid. Licenciado en Psicología, ha publicado las novelas La Barca Voladora y El silencio entre las palabras en la editorial Creápolis Impulsa. Recorre los géneros de la novela, el relato, la poesía o el teatro. Ha sido galardonado con numerosos premios en diversos certámenes literarios españoles e internacionales. www.juanenriquesoto.es

martes, 25 de agosto de 2015

Opinion literaria: "Hacer el bien" de Matt Sumel por Francisco José Arcos Serrano

Una mirada al mundo dura, pero a la vez cautivadora y real como la vida misma”


 Alby, el narrador de este libro, está a punto de pegar a su hermana. Y eso sería romper la promesa hecha a su madre. Su madre in articulo mortis.
Matt Sumell, el autor de este libro, no es Alby. Pero cómo se le parece. Y aquí, al igual que en la vida misma, el aburrimiento, la violencia, la humillación y el cariño tienden a confundirse.

La editorial Turner dentro de su colección ‘El cuarto de las maravillas’, acoge en su seno a Matt Sumell, un escritor que ha publicado unos cuantos relatos en The Paris Review, Electric Literature y otras revistas de novedoso prestigio que le ha ido granjeando una creciente popularidad hasta escribir ‘Hacer el bien’, un primer libro cargado de provocación y, por consiguiente, una de las mejores voces de la literatura contemporánea actual.
Matt Sumell se vale de un personaje como Alby, el cual es el hilo conductor (a través de una poderosa voz en primera persona) entre el propio escritor y nosotros los lectores, para diseccionar una vida cargada de conflictos; de Alby incluso podríamos decir que se trata de uno de los personajes más brutales y odiosos de los que me he encontrado últimamente en un libro de estas características. Lo más llamativo de todo es que en esta ‘mala hostia’ no se encuentra una causa aparente que pueda justificar ese odio hacia todo lo que le rodea (inclusive su propia hermana).
El libro se vertebra en capítulos que no siguen un orden cronológico en la mayoría de los casos, repletos de episodios que reflejan en su gran mayoría una fuerte personalidad en continua pelea con la vida, la cual incluye además una fría visión de todo lo que le rodea.
A pesar del ‘malrollismo’ que sobrevuela por aquí, y de lo capullo que puede llegar a ser su protagonista/trasunto del autor, podemos encontrarnos en sus páginas destellos de redención y otros momentos que podríamos catalogar de tiernos e incluso de tintes homéricos al expresar sentimientos emocionantes referidos a su familia, llegando a remover algo en nuestro interior como lectores de manera sincera y directa.
En definitiva: ‘Hacer el bien’ es un título que no puedo recomendar a todo el mundo debido a la carga de dureza y crueldad que puede no ser del agrado del lector medio, pero a todos los demás que quieran leer un conjunto de relatos sumamente original y sorprendente, Matt Sumell es vuestro hombre.
Para servidor, y sin lugar a dudas, uno de los libros que más me han gustado de este 2015 (aunque se publicara el año pasado).

martes, 3 de febrero de 2015

Relato "Una Habitación para la Eternidad" de Javier Nuñez



UNA HABITACIÓN PARA LA ETERNIDAD 
JAVIER NUÑEZ
Correctora: Bea Magaña

Rafaela se encontraba sentada ante una pequeña mesa de madera ajada, llena de vetas y nudos oscuros, jugando una partida de solitario con una baraja española. Las cartas dispuestas sobre la superficie gastada estaban combadas y llenas de dobleces. Cogió una  del montón que sostenía boca abajo en la mano izquierda, le dio la vuelta y la examinó. Comprobó que se trataba del cuatro de espadas y la dispuso en la parte inferior de una de las hileras. Pese a moverse con gestos lentos y pesados, no necesitó detenerse a pensar dónde ponerla. Había jugado tantas veces aquellas partidas. Tantas miles de veces…
Alzó la vista y miró hacia el pequeño bulto que yacía tendido en la cama, inmóvil frente a ella. El armazón de esta era de un hierro tan deslustrado que ni siquiera la luz del sol que se colaba tímidamente por la ventana era capaz de arrancarle un destello. El hombre que se encontraba bajo las mantas estaba recostado sobre el lado izquierdo, de cara a la suerte de puerta de que disponía la habitación, y permanecía inmóvil durante tanto tiempo que podía inducir a pensar que estaba muerto. Solo que no era así. No allí. La realidad era que se hallaba tan débil que apenas era capaz de mover una ínfima parte de su propio peso.
Rafaela regresó a su partida de solitario. Al agachar la cabeza comprobó que, por sí misma, su mano derecha ya había comenzado a depositar una sota de bastos en la parte inferior de otra de las hileras. El resultado no era importante para ella. Le daba igual si completaba o no el solitario, pero la decisión de seguir jugando no le pertenecía. Continuaba haciéndolo porque no tenía alternativa. Arrojar las cartas contra el suelo y cruzarse de brazos no constituía una opción válida. Su margen de movimientos no podía ser más reducido. Con excepción de algunas pequeñas modificaciones conductuales sin importancia, todo escapaba a su control. Todo estaba escrito, y quien lo hizo había usado tinta indeleble. De la que perduraba en el tiempo, sin siquiera emborronarse.
El As de copas, la siguiente carta, no encajaba en ninguna de las siete hileras, así que la devolvió al montón y cogió otra. Jugó durante un rato más. Hasta que, poco a poco, el montón fue disminuyendo de grosor, y se quedó con menos de una docena de cartas en la mano. Colocó un tres de oros al final de la tercera hilera empezando por la izquierda antes de que la partida entrara en una fase de bloqueo insalvable y no le quedara más remedio que darla por finalizada. Las soltó boca arriba, sobre la mesa, y comenzó a recogerlas para empezar una nueva.
Aunque, en realidad, no tenía nada de nueva.
No necesitaba jugarla para saber que la próxima también la perdería. Pero, aun así, debía hacerlo. Debía jugarla. Como todas las anteriores, y como todas las que vendrían después.
Cuando volvió a quedarse bloqueada —esta vez con solo cuatro cartas en la mano—, retiró la silla de madera hacia atrás y se levantó. La anea entrelazada crujió cuando despegó el trasero del asiento. Se alisó la falda y se acercó al hueco abierto en la pared que hacía las veces de ventana. Al otro lado de los listones de madera que la delimitaban, el cielo era de un color gris ceniza a causa de las numerosas nubes que lo cubrían —incluso bajo ellos; como si la habitación flotara en el espacio—. A través de estas, el sol pugnaba por abrirse paso como un aguerrido soldado en medio del fragor de la batalla. Cuando lo lograba, sus rayos diluían la penumbra en que se hallaba sumida la habitación e iluminaban vagamente sus contornos. Al mismo tiempo, los rasgos de Rafaela mutaban y se transformaban en un cúmulo entremezclado de luces y sombras en su rostro surcado de arrugas.
La última vez que había examinado su reflejo en un espejo tenía el pelo entrecano, y sabía que eso no había cambiado. Ni ninguna otra de las características de su apariencia o condición física. Seguía teniendo una acentuada red de varices en las piernas, la verruga con forma de lágrima del párpado izquierdo, molestias en la parte baja de la espalda como resultado de toda una vida de duro trabajo. Porque en aquel sitio las cosas no variaban. No mejoraban ni empeoraban. Ya que allí el tiempo —y todo cuanto pudiera guardar relación con él— no ejercía la menor influencia. De hecho, literalmente, no existía.
Al cabo de un rato se volvió, atravesó la habitación y se detuvo ante la cabecera de la cama. La cabeza del hombre yacía apoyada sobre una fina almohada. Tenía los carnosos párpados caídos sobre los pómulos, el pelo corto, negro y despeinado, y una barba desaliñada que se amontaba en torno a sus mejillas y bajo su barbilla como un ovillo de lana después de que un niño hubiera estado jugando con él. Bajo esta se adivinaban con claridad unas mejillas hundidas, que hacían que los pómulos parecieran más prominentes y los ojos más hundidos en sus cuencas. Su nariz era ancha y estaba sepultada bajo un aluvión de venitas rotas: un rasgo muy común entre los alcohólicos.
Rafaela no tenía ni idea de cómo se llamaba. De igual manera que no sabía por qué compartía esa habitación con ella. Por su aspecto, daba la impresión de que había llevado una vida desordenada y poco saludable. Y el hecho de que hubiera terminado allí añadía un nuevo elemento a la ecuación: no había sido una buena persona. Como ella, al parecer. Por eso permanecían atrapados en una burbuja que no estallaba y que todo apuntaba a que nunca lo haría.
Sus intentos de entablar conversación con el hombre habían pinchado en hueso. Era consciente de la presencia de Rafaela, pero hablar resultaba ser una tarea demasiado ardua para él. Rafaela pensaba que, para terminar en ese estado, debía haber hecho mucho daño y dejado tras de sí mucho dolor durante el tiempo que su corazón había bombeado sangre a todos los rincones de su organismo.
El hecho de que no solo hubiera terminado allí, sino que su castigo fuese permanecer inconsciente la mayor parte del tiempo, le había encogido el alma. Pero eso solo había sucedido al principio. Los primeros días, por así decirlo. Luego había concluido que existían varios preceptos inviolables, cuyo quebrantamiento le hacían a uno acabar allí. Y que el hombre debía haberse llevado unos cuantos por delante, como un obstáculo en medio de las vías al paso de un tren de mercancías. Varios peldaños por encima de los que quiera que se le atribuyesen a ella, en todo caso.
El hombre sufrió el esperado ataque de tos y Rafaela lo recibió con tranquilidad, inclinándose sobre él y rodeándole el cuerpo con los brazos. Bajo los huesudos omóplatos, su piel estaba blanda y correosa, y despedía un tufo agrio semejante al de la leche de un brick olvidado en el fondo de la nevera, detrás de un bote extragrande de mostaza. Tiró de él y lo incorporó sin dificultad. La manta con que se cubría cayó sobre su regazo, dejando a la vista un torso descarnado que era poco más que pellejo, en el que destacaban dos gruesos pezones sonrosados rodeados de una mata de oscuro pelo largo y rizado.
Estuvo dándole palmaditas en la espalda, sin preocuparse por que le tosiera en la cara, hasta que se le pasó. Seguía resultándole tan desagradable como la primera vez, pero hacía mucho que había dejado de atender a remilgos. Cuando el cuerpo del hombre empezó a relajarse, Rafaela lo apartó de sí y lo recostó nuevamente sobre el colchón. Su boca abierta dejaba a la vista unos dientes amarillentos y picados, y un reguero de baba le rodeaba la boca y se le escurría por entre la barba. Boqueó varias veces, como un pez fuera del agua. Entonces, entreabrió los ojos y articuló un inaudible «gracias».
Rafaela no contestó. El simple hecho de que aquel hombre estuviera allí le despertaba un profundo sentimiento de animadversión.
¿Cuál era la historia de su vida? ¿Qué era aquello tan horrible que le había hecho terminar en ese lugar?
Aunque, si lo odiaba, ¿lo justo no sería que se odiara también a sí misma? No recordaba nada de su vida anterior. Todo su pasado se había borrado de su cabeza como una foto velada. Así que no podía saber qué acción o acciones la habían condenado a quedar atrapada en aquel sitio. Pero, en el fondo, eso era lo de menos. Un mero detalle sin importancia, porque recordarlo no cambiaría nada, partiendo de la base de que el pasado era inalterable.
El hombre había vuelto a dormirse, y Rafaela se giró hacia la puerta que tenía a su espalda. O la apariencia de puerta, más bien, puesto que carecía de picaporte, cerradura y bisagras. Al principio de estar allí —fuera cuando eso fuese— la había aporreado y pedido ayuda a gritos, pero nunca acudió nadie. Y era demasiado robusta para una mujer de sesenta y tres años con problemas de circulación en las piernas y artrosis en las articulaciones. No podría tirarla abajo ni aunque fuese de cartón prensado.
Fuera, el cielo seguía siendo de un gris plomizo, pero el sol había ido desplazándose hacia el oeste hasta desaparecer del campo de visión que le ofrecía la ventana, sumiendo a la habitación en una penumbra aún más intensa de lo que había habido hasta entonces. Volvió sobre sus pasos y encendió la pequeña lamparita metálica que había sobre la mesa. La bombilla de escasa potencia iluminó un círculo de unos tres metros de diámetro que confirió un aire ominoso a la habitación.
Cuando el hombre encamado sufrió un nuevo ataque de tos —la tos de un fumador de toda la vida—, Rafaela volvió a incorporarlo y lo mantuvo sentado hasta que se le pasó. Esta vez, el hombre no le dio las gracias. Quizá porque se había quedado definitivamente sin fuerzas. Al cabo, lo recostó con cuidado y lo arropó con la sábana hasta el pecho.
—No soy una mala persona —dijo, elevando una protesta a la habitación vacía de oyentes.
Cada vez que llegaba aquel momento exacto abría la boca y las palabras brotaban del fondo de su garganta, estranguladas por la angustia. No siempre decía lo mismo. A veces, la queja variaba. Solo que no sabía si estaba diciendo la verdad o únicamente algo que se empeñaba en creer. Muy probablemente lo segundo, habida cuenta de los resultados.
Regresó a la mesa de madera desnuda y cogió la baraja. Al principio pensaba que, al menos, su castigador había tenido la deferencia de concederle algo con lo que distraerse. Entonces, en cierto momento del ciclo, se le había ocurrido que los naipes eran el pretexto perfecto para todo lo contrario. Dado que allí no existía el tiempo, las partidas de solitario eran su referencia respecto a cómo este transcurría subrepticiamente, igual que un sosegado río subterráneo que discurriera bajo sus pies. A cómo avanzaba en una dirección para, de pronto, trazar un giro brusco y regresar al punto de partida, desde donde volver a empezar.
Mientras barajaba sentía los últimos rayos de luz en la espalda. Ya no calentaban, y apenas lucían. El día tocaba a su fin para dar paso a la oscuridad de la noche. La extraña sensación de no comer nada había quedado atrás en algún punto del camino. No tenía hambre ni sueño, porque allí no existían esas dos cosas. Siempre tenía el estómago satisfecho y el cerebro despierto. Como máquinas autosuficientes.
Cuando terminó de barajar dispuso siete cartas sobre la mesa y comenzó una nueva partida, pese a que aun antes de hacerlo ya sabía que iba a perderla. Y la racha se prolongaría durante cuatro partidas más. Otras siete y tendría que volver a levantarse para incorporar al hombre después de que este sufriera otro ataque de tos. Diecinueve antes de verse obligada a interrumpir el juego para hacerlo de nuevo. Veintiséis antes del que llegaría a continuación. En torno a ciento cuarenta antes de que el sol volviera a despuntar por el horizonte.
Entre tanto, la noche transcurriría silenciosamente a su espalda, salpicada de estrellas y con la luna desplazándose en el mar de brea en que se había convertido el cielo. Acabó la partida que estaba jugando y, con la mente en blanco, recogió las cartas y se puso a barajarlas mientras su mirada yacía perdida en un punto de la pared situado por encima de la cama del hombre al que le había sido encomendado cuidar.
Dispuso otras siete sobre la mesa y dio inicio a una nueva partida.
Había pensado mucho y detenidamente qué era aquel lugar antes de llegar a una conclusión. La detestaba, pero era la explicación más razonable de cuantas había valorado.
Estaba en lo que, en Occidente, se hacía llamar Infierno.
No había fuego ni olor a azufre por ninguna parte. Tampoco llantos desconsolados, gritos de dolor o súplicas, pidiendo misericordia. Nada de eso. Tan solo una habitación de la que no podía salir, con un hombre enfermo en una cama, unos naipes y una ventana que le mostraba el circuito cerrado de luz y oscuridad, de día y noche en que se hallaba atrapada.
Como una aguja de tocadiscos atascada en los primeros segundos de una canción, repitiendo la misma parte una y otra vez.
Repitiéndolos por toda la eternidad.
-FIN-

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