CÓMO CREAR
Montiel de
Arnáiz
Veinte años atrás el escritor
Juancho Armas Marcelo vino a Cádiz a presentar una de sus obras y le pidió a mi
padre, que también es escritor, que fuera a buscarlo en coche al aeropuerto de
Jerez de la Frontera. Ya en aquel entonces era aquello un gran aparcamiento
frente a una liviana pista de aterrizaje, quinientos metros después del más
famoso prostíbulo de la provincia: el “Don Tico”. Como había cuarenta y cinco
minutos de viaje el jefe me dijo que lo acompañara y allá fui. Juancho es un
escritor canario de gran trayectoria y mayor reconocimiento pero, sobre todo,
es un madridista de los que piensan que todo se hace mal, hasta cuando se gana.
“Pesimista”, creo que es el término científico. Por lo demás, era y es un tipo
chuflón, simpático y gracioso. El viaje de vuelta, por tanto, se nos hizo
breve. Llegamos, según recuerdo, al antiguo hotel Atlántico de Cádiz y allí, en
su habitación, mientras vaciaba la maleta, mi padre le dijo que yo también
escribía: había ganado un premio y me habían publicado en alguna revista.
Juancho me miró, socarrón, y me espetó con voz del trópico que yo era muy
joven.
“¡Carajo! ¡Te queda mucho aún por
vivir!”, me dijo entre carcajadas.
“Para escribir hay que vivir, y lo
que es más importante, ¡hay que follar!”.
La cara de mi padre palideció y yo
mismo aguanté el tipo desde mi minoría de edad, casi sin hablar. Juancho
terminó de desdoblar la camisa blanca de lino -no le recuerdo en esa época con
guayabera- y zanjó la cuestión diciéndome: “primero folla y luego escribe”, en
un enrevesado remedo del “primum
vivere, deinde philosophari”.
Quede claro, ante todo, que vamos a
interpretar la orden como si fuera un silogismo: si para escribir hay que vivir
y para vivir hay que follar, para escribir necesariamente hay que follar. O
sea, que cada uno saque sus conclusiones. Lo cierto es que Armas Marcelo tenía
razón, antes de escribir debía vivir mucho, con intensidad, equivocarme y
acertar, tener suerte de la buena o de la puerca, luchar en vano, rendirme en
balde y, sobre todo, para crear, tenía que leer que también es vivir (y
follar).
Y llegamos pues, al punto clave de
este texto: el resumen de su estructura:
“Leer, escribir, corregir”
No hay un solo autor que me guste
que no sea un bibliófilo (lo adecuado sería añadir “empedernido” pero un
corrector puntero como Bea Magaña me lo borraría, por redundante). En una
ocasión hablé con un escritor, de cierta fama por estos bajos andurriales, que
me confesó que había estado más de diez años sin disfrutar de un solo libro. De
joven había leído mucho pero llegó un momento en que se hartó y lo dejó.
“Lo he dejado”, diría, como quien
fuma grifa del moro.
¿Cómo se puede dejar de leer? Ese
día empecé a despreciar a ese escritor, sin quererlo ni desearlo, pues me había
ofendido profundamente: era un escritor que se renegaba de la lectura. Algo
parecido a un autolítico.
Antes de empezar a escribir, leí
todo lo que pasó por mis manos, que era mucho, pues la biblioteca de casa de
mis padres era ya entonces de esas en las que las arañas tienen enlace
sindical. Allí descubrí los Episodios Nacionales, la España Invertebrada de
Baroja, las Aventuras de Enid Blyton, El Padrino de Mario Puzo, la Historia
Interminable con su edición en dos colores, a Dumas, Salgari, Conan Doyle,
García Márquez y Vargas Llosa, e incluso a Carlos Fuentes. Luego llegarían los
Pérez-Reverte, Matheson, Borges, McCarthy, King o Auster. Para que nos
entendamos: he leído de todo, sin complejos, aderezándolo con cómics (y novelas
gráficas, como le gusta decir a Rafael Marín).
Dicho lo cual, antes de plantear
métodos de planificación de la novela, desarrollo psicológico de los
personajes, líneas confluyentes, tramas interrelacionadas, cliffhangers, documentaciones
exhaustivas, horarios insomnes, multidiccionarios, cafés cargaditos,
hipermetropía avanzada, flashbacks
varios
y final sorpresivo y/o Deus
ex machina...
Hay que leer mucho-muchísimo, que diría Quiñones.
Leer hasta quedarse ciego y
convertirse en argentino, si puede ser.
Y tras eso, nos lanzaremos a
escribir. Decía Francisco Umbral que, como todo buen profesional, cuando
alguien quería dedicarse al noble y bello oficio de escribir lo primero que
debía hacer era dominar sus herramientas de trabajo. O sea: hacerse con el
Diccionario de la Lengua Española y leérselo desde la “a: 1. f.
Primera letra del abecedario español y del orden latino internacional, que
representa un fonema vocálico abierto y central” hasta “zurullo” (o la palabra
final que sea de la citada obra, recientemente incluida en el top-ten de los libros más
vendidos en 2014, para mayor gloria del mercado editorial).
Lo confieso: yo no pude.
Quizás sea relevante el hecho de que
uno no pueda morir y vivir a un tiempo o, al menos, no de forma correlativa. Yo
lo pienso, tú lo piensas y Montero Glez lo piensa: leerse el diccionario sin
una motivación oportuna (encontrar algo concreto) es un coñazo. Pero Umbral lo
recomendaba y algo de razón sí que llevaba. Para escribir es necesario un
cierto dominio -junto con vivir y eso que los escritores de antaño llamaban
“follar”- de los esquemas gramaticales, las puntuaciones, los recursos
estilísticos, la ortografía y la sintaxis. Y todo eso se adquiere... leyendo,
absorbiendo, haciendo propio lo ajeno de un modo legal y no violento. Y
practicando, ensayando. Escribiendo.
Como puede verse no estoy planteando
el manual al uso sobre cómo crear una novela o un relato, o cuál es mi proceso
creativo sino que estoy centrándome en una serie de herramientas y aptitudes
que deben tenerse, obtenerse y desarrollarse. Pero claro, imagino que el
lector, harto de leer, quiere sentarse a escribir como un poseso de una vez,
entrar en trance, anotar en Facebook que ha escrito treinta mil palabras en un
día y sentirse satisfecho de sí mismo y su organismo, decirse soy “Pepito
Pérez, escritor” (mi vieja teoría: escritor es todo aquel que se llama escritor
en Twitter), siendo inconsciente del grave riesgo que corre.
Es fundamental escribir mucho,
practicar, ensayar, jugar con uno mismo y sus capacidades, pero más importante
aún es saber corregir. Hay que ponerle las cosas fáciles a los correctores y,
sobre todo, al editor que vaya a apostar por el texto. Ha de corregirse una y
otra vez para dejarlo lo más depurado posible. Yo suelo macerar la idea en la
cabeza varios días para después ponerme en modo “Pietro Maximoff”; tengo ese
superpoder: escribo tela de rápido. Pero luego hay que revisar lo escrito con exhaustividad, leer despacio,
incluso en voz alta, el texto. Declamándolo si es necesario. La errata, esa
errata maldita que crees haber erradicado de su texto, sigue ahí: se esconde de
tí. En la primera página de la novela, incluso, como me confesó bastante
enfadado un buen novelista que reside en Alemania.
Como bien dijo mi amigo J.G. Mesa en
esta misma ventana, cada vez menos secreta (en entradas antiguas lo
encontraréis), si se ha pegado el atracón de escribir y trasnochar, el trabajo
por la mañana, al despertar, será doble. Es entonces cuando descubrimos que el
frenesí nocturno, lo de esa noche loca, fue un push-up, pestañas postizas y el
calor desorientador de la oscuridad.
Blanca
Suárez was not there.
No quiero pontificar sobre cómo
hay que escribir, sobre si hay que plantear las tramas en libretas, hacer
fichas de personajes, o si como dice Javier Marías ha de crearse una novela
ambigua para que sea buena (lo dirá por Chirbes). Saco del bolsillo interior de
la chaqueta un ramillete de frases hechas y lugares comunes que me ahorran
esfuerzo: 1) Para gustos, colores. 2) Cada maestrillo tiene su librillo. Cada
escritor -consagrado o novel- sabrá qué tipo de obra quiere crear: una novela
larga o corta, un cuento, un microrrelato, un tuit. Eso debe decidirlo el que
escribe y escoger su propio método creador. Lo único que le aconsejaría,
simplemente, sería leer mucho, porque de esa multi-lectura aparecerá en el
acervo privado una útil variedad de suertes a su alcance; escribir mucho,
porque como todo músculo, la prosa se engrasa ejercitándolo, pero, ojo,
disfrutando, todo lo que se pueda (no se debe escribir como obligación: cuando
un párrafo no te convenza, bórralo entero y escríbelo de nuevo) y por último
corregir, y hacerlo sin piedad, porque ha de tenerse la suficiente capacidad
autocrítica para ver lo que sobra y lo que desmerece un buen texto.
