La juvenil alergia a las letras.
por Miguel Aguerralde
Como
maestro de niños y niñas de Educación Primaria y como ponente de un taller de escritura
creativa abierto a todas las edades, muchas veces me he preguntado acerca de
los hábitos de lectura de nuestros jóvenes y adolescentes. Menuda pregunta,
dirán ustedes.
Bueno,
pues sí, me preocupan estas cosas. Me preocupan como docente y como escritor,
pero también como padre y, en especial, como persona criada en un época en la
que los libros y quienes los escribían tenían un valor que entre todos estamos
perdiendo.
Pues
resulta que encontré que mi pregunta era equivocada, y explicaré por qué. Lo que
había hecho era deslizar una encuesta entre los chicos y chicas de quinto y
sexto de Primaria y entre los de primero y segundo de ESO, y al revisar sus
respuestas descubrí que mi enfoque del asunto no tenía razón de ser.
Y
no la tenía porque pretendía concluir algo así como a qué porcentaje de niños
les motivaba leer novela de aventuras frente a los que preferían romántica o
terror, o si a tal edad les gustaba más Harry Potter que la saga crepusculina,
si preferían leer el libro antes que ver la película, si visitaban librerías
con sus padres para elegir una novela a su gusto, o si por contra los únicos
libros que tenían eran los que alguien les había regalado en su último cumpleaños.
Sumido en mi locura, llegué a preguntarles si tenían libros en casa, si los
veían en la estantería del salón. Y para terminar, en un alarde de optimismo,
la pregunta culminante era cuántos libros leían al mes. Ante sus caras de dolor
y retortijón mental, tuve que cambiarlo sobre la marcha por un liberador
"al año", para finalmente, con la intención de mitigar mi propio
dolor, la pregunta se redujo a si habían leído algún libro en su vida que no tuviera
dibujitos ni olor a chicle de manzana.
Quizá
les pille por sorpresa pero dicha encuesta resultó ser tal fracaso que acabó en
una triste papelera, justo al lado de mi dignidad como escritor y mi esperanza
en el futuro de la raza humana. Sin embargo, me sirvió para reflexionar y
llegar a alguna conclusión. Decidí cambiar el enfoque de mi propuesta y buscar,
no las respuestas, sino las causas de que no las hubiera siquiera.
Recordé,
ese fue mi primer paso. Recordé que cuando yo era pequeño, nuestro tiempo libre
se reducía a jugar en casa o en el parque, a ver la tele con cierto
comedimiento, darle caña a la consola o al ordenador, los más pudientes, y el
resto pintar o tomar entre las manos alguno de esos objetos mágicos que aúnan
todo lo anterior en páginas de papel manchadas con letras. Mi primera
conclusión fue "jo, qué viejo soy". La siguiente fue darme cuenta de que
los que encargan y descifran este tipo de encuestas y se llevan las manos a la
cabeza por la caída en picado de la popularidad de los libros como objeto de
ocio, tienen, cuando menos, la misma edad que yo. Así, la realidad del libro
hoy significa un holocausto literario para los que crecimos con la conciencia
de que las palabras novela y novelista significaban algo.
¿Y
por qué? Me pregunté. ¿Por qué hoy el oficio de escritor renta menos que el de charcutero?
¿Por qué hemos dejado de leer, con lo que molaba eso?
Debo
decir, como primera matización a la respuesta, que según las cifras la única literatura
que aguanta, mal que bien, el tirón de la crisis
más piratería más devaluación del libro como ocio de calidad por la sobreexplotación y la
falta de referentes, es la novela
infantil
y juvenil. Manda narices, se dirán. Claro, por los cumpleaños y por los regalos
navideños, en los que un libro es socorrido, chulo, guapo y resultón, me dije
yo.
Pero
al menos no todo es tan gris, hay chavales que leen, y muchas más chicas que chicos,
según reflejan las encuestas, y no todos se esconden en los lavabos para
hacerlo. No, no todo está perdido, todavía. Así que les pasé otra encuesta. Y
esta vez los resultados encajaban, tenían sentido y no pude más que bajar la
cabeza ante ellos y asentir.
Primera
conclusión: los jóvenes de hoy leen más, mucho más que sus mayores.
Segunda:
los jóvenes de hoy leen menos de lo que podrían, porque hacen otras cosas.
No
se me líen, no estoy chiflado, o al menos no tanto para no desencriptar esta incoherencia.
Atiendan y asientan, como hice yo. Los adolescentes de ninguna otra época histórica
han estado más expuestos que ahora a la onda expansiva de la comunicación
escrita.
Libros,
cuentos y revistas, por supuesto, han bajado en sus preferencias, si en términos
de papel hablamos. Pero en un análisis absoluto e interformato –un palabro que
no existe y cuya paternidad pido ahora mismo–, los chavales leen lo que usted y
yo a su edad multiplicado por doce. Otra cosa es que entre webs, blogs,
tuiters, feisbucs, instagrames, tuentis y guasapes la calidad literaria,
formativa y hasta ortográfica brille y mucho por su ausencia, pero ahí están sus
horas de chat y su montaña de letras, signos y patadas a la lengua para
atestiguar que leer, los chiquillos leen.
Leen
mierda, me podrán decir. Bueno, eso no lo he afirmado yo, y asumo que hasta en la
peor de las familias alguno se equivocará y buscará en esos millones de webs a
su alcance algo más que los resultados deportivos o las últimas nominaciones en
la isla desierta. Porque es cierto que las letras, la lectura, está más a su
alcance que nunca, entre libros y cuentos tradicionales y toda la tecnología de
androides y manzanas, de mayor o menor tamaño y prestaciones, que les facilitan
la adquisición de libros, pagando o no, y su lectura.
Pero
es que ni con ésas, ni con parches en el ojo, que no es lo mismo descargar que leer
lo descargado. Lo que me lleva a la explicación de la segunda respuesta: ¿si
leen más, cómo es que leen menos?
Pues
resulta bien sencillo, y con esto termino esta reflexión de perogrullo. Los jóvenes
leen mucho más, como expliqué más arriba, pero leen de todo menos cuentos y novelas.
No les nombre usted un libro que no tenga su película, o un clásico de esos imborrables
que no lleve un famosete en la portada. Se siguen comprando novelas y se regalan
muchos libros juveniles, en especial de fantasía más o menos cercana al
romance. No hace falta que les muestre listas de ventas, y me alegro por
compañeros como Blue Jeans o como Iría y Selene, las autoras de Los cuentos de la luna llena,
que han sabido hacerse un hueco en ese próspero mercado, dentro de lo que cabe.
Pero aún así se venden pocos y cada vez menos. ¿Por qué? Pues porque el mismo
objeto que les damos para tenerlos localizados y entretenidos, y que debería
acercarles mucho más a la lectura, es el mismo que les distrae con caramelos de
colores, cortadores de sandías, ilimitados mensajes de texto gratuitos y, lo
peor de todo, el Mal, su propia cámara de fotos.
Porque
han de tener en cuenta que cada vez que su hijo o que su hija se autodispara una
fotografía en el espejo del baño del insti
o con un contrapicado imposible de
incipiente escote
y morritos prometedores, en algún estante del mundo un libro llora.