martes, 24 de marzo de 2015

La Juvenil alergia a las letras un artículo de Miguel Aguerralde



 

La juvenil alergia a las letras.
por Miguel Aguerralde


Como maestro de niños y niñas de Educación Primaria y como ponente de un taller de escritura creativa abierto a todas las edades, muchas veces me he preguntado acerca de los hábitos de lectura de nuestros jóvenes y adolescentes. Menuda pregunta, dirán ustedes.
Bueno, pues sí, me preocupan estas cosas. Me preocupan como docente y como escritor, pero también como padre y, en especial, como persona criada en un época en la que los libros y quienes los escribían tenían un valor que entre todos estamos perdiendo.

Pues resulta que encontré que mi pregunta era equivocada, y explicaré por qué. Lo que había hecho era deslizar una encuesta entre los chicos y chicas de quinto y sexto de Primaria y entre los de primero y segundo de ESO, y al revisar sus respuestas descubrí que mi enfoque del asunto no tenía razón de ser.

Y no la tenía porque pretendía concluir algo así como a qué porcentaje de niños les motivaba leer novela de aventuras frente a los que preferían romántica o terror, o si a tal edad les gustaba más Harry Potter que la saga crepusculina, si preferían leer el libro antes que ver la película, si visitaban librerías con sus padres para elegir una novela a su gusto, o si por contra los únicos libros que tenían eran los que alguien les había regalado en su último cumpleaños. Sumido en mi locura, llegué a preguntarles si tenían libros en casa, si los veían en la estantería del salón. Y para terminar, en un alarde de optimismo, la pregunta culminante era cuántos libros leían al mes. Ante sus caras de dolor y retortijón mental, tuve que cambiarlo sobre la marcha por un liberador "al año", para finalmente, con la intención de mitigar mi propio dolor, la pregunta se redujo a si habían leído algún libro en su vida que no tuviera dibujitos ni olor a chicle de manzana.

Quizá les pille por sorpresa pero dicha encuesta resultó ser tal fracaso que acabó en una triste papelera, justo al lado de mi dignidad como escritor y mi esperanza en el futuro de la raza humana. Sin embargo, me sirvió para reflexionar y llegar a alguna conclusión. Decidí cambiar el enfoque de mi propuesta y buscar, no las respuestas, sino las causas de que no las hubiera siquiera.

Recordé, ese fue mi primer paso. Recordé que cuando yo era pequeño, nuestro tiempo libre se reducía a jugar en casa o en el parque, a ver la tele con cierto comedimiento, darle caña a la consola o al ordenador, los más pudientes, y el resto pintar o tomar entre las manos alguno de esos objetos mágicos que aúnan todo lo anterior en páginas de papel manchadas con letras. Mi primera conclusión fue "jo, qué viejo soy". La siguiente fue darme cuenta de que los que encargan y descifran este tipo de encuestas y se llevan las manos a la cabeza por la caída en picado de la popularidad de los libros como objeto de ocio, tienen, cuando menos, la misma edad que yo. Así, la realidad del libro hoy significa un holocausto literario para los que crecimos con la conciencia de que las palabras novela y novelista significaban algo.

¿Y por qué? Me pregunté. ¿Por qué hoy el oficio de escritor renta menos que el de charcutero? ¿Por qué hemos dejado de leer, con lo que molaba eso?

Debo decir, como primera matización a la respuesta, que según las cifras la única literatura que aguanta, mal que bien, el tirón de la crisis más piratería más devaluación del libro como ocio de calidad por la sobreexplotación y la falta de referentes, es la novela
infantil y juvenil. Manda narices, se dirán. Claro, por los cumpleaños y por los regalos navideños, en los que un libro es socorrido, chulo, guapo y resultón, me dije yo.

Pero al menos no todo es tan gris, hay chavales que leen, y muchas más chicas que chicos, según reflejan las encuestas, y no todos se esconden en los lavabos para hacerlo. No, no todo está perdido, todavía. Así que les pasé otra encuesta. Y esta vez los resultados encajaban, tenían sentido y no pude más que bajar la cabeza ante ellos y asentir.

Primera conclusión: los jóvenes de hoy leen más, mucho más que sus mayores.
Segunda: los jóvenes de hoy leen menos de lo que podrían, porque hacen otras cosas.

No se me líen, no estoy chiflado, o al menos no tanto para no desencriptar esta incoherencia. Atiendan y asientan, como hice yo. Los adolescentes de ninguna otra época histórica han estado más expuestos que ahora a la onda expansiva de la comunicación escrita.

Libros, cuentos y revistas, por supuesto, han bajado en sus preferencias, si en términos de papel hablamos. Pero en un análisis absoluto e interformato –un palabro que no existe y cuya paternidad pido ahora mismo–, los chavales leen lo que usted y yo a su edad multiplicado por doce. Otra cosa es que entre webs, blogs, tuiters, feisbucs, instagrames, tuentis y guasapes la calidad literaria, formativa y hasta ortográfica brille y mucho por su ausencia, pero ahí están sus horas de chat y su montaña de letras, signos y patadas a la lengua para atestiguar que leer, los chiquillos leen.

Leen mierda, me podrán decir. Bueno, eso no lo he afirmado yo, y asumo que hasta en la peor de las familias alguno se equivocará y buscará en esos millones de webs a su alcance algo más que los resultados deportivos o las últimas nominaciones en la isla desierta. Porque es cierto que las letras, la lectura, está más a su alcance que nunca, entre libros y cuentos tradicionales y toda la tecnología de androides y manzanas, de mayor o menor tamaño y prestaciones, que les facilitan la adquisición de libros, pagando o no, y su lectura.

Pero es que ni con ésas, ni con parches en el ojo, que no es lo mismo descargar que leer lo descargado. Lo que me lleva a la explicación de la segunda respuesta: ¿si leen más, cómo es que leen menos?

Pues resulta bien sencillo, y con esto termino esta reflexión de perogrullo. Los jóvenes leen mucho más, como expliqué más arriba, pero leen de todo menos cuentos y novelas. No les nombre usted un libro que no tenga su película, o un clásico de esos imborrables que no lleve un famosete en la portada. Se siguen comprando novelas y se regalan muchos libros juveniles, en especial de fantasía más o menos cercana al romance. No hace falta que les muestre listas de ventas, y me alegro por compañeros como Blue Jeans o como Iría y Selene, las autoras de Los cuentos de la luna llena, que han sabido hacerse un hueco en ese próspero mercado, dentro de lo que cabe. Pero aún así se venden pocos y cada vez menos. ¿Por qué? Pues porque el mismo objeto que les damos para tenerlos localizados y entretenidos, y que debería acercarles mucho más a la lectura, es el mismo que les distrae con caramelos de colores, cortadores de sandías, ilimitados mensajes de texto gratuitos y, lo peor de todo, el Mal, su propia cámara de fotos.

Porque han de tener en cuenta que cada vez que su hijo o que su hija se autodispara una fotografía en el espejo del baño del insti o con un contrapicado imposible de incipiente escote y morritos prometedores, en algún estante del mundo un libro llora.

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