viernes, 12 de diciembre de 2014

¿Cómo crear? por Juan González Mesa





Yo creo que cada escritor tiene unas aptitudes y una configuración cerebral distinta, así de base; como no las conozcas a tiempo, te van a venir dadas. Y en ese sentido, imagino que lo que lo marca todo, hablando en términos escépticos y científicos, es la relación que haya entre la parte derecha e izquierda de tu cerebro.

Los caóticos, despistados, irascibles, desequilibrados, impulsivos e impacientes, suelen tener grandes autopistas desprovistas de aduanas entre uno y otro hemisferios cerebrales. Que digo yo que debe ser eso. Los metódicos, pacientes, bonancibles y centrados, tienen eficientes aduanas pero carreteras estrechas entre la lógica y la intuición, entre el consciente y el inconsciente.

Da igual el tipo de escritor que hayas nacido; al final, tendrás que ampliar tus carreteras o tendrás que poner aduanas, porque, de lo contrario, no desarrollarás el oficio o no desarrollarás el talento.
En mi caso, creo que soy un típico ejemplo del primer tipo de escritor, el intuitivo que es incapaz de centrarse en nada si tiene una idea rondándole y que a veces se queda paralizado y temblando por una imagen que se ha apoderado de su mente. Así pues, como tiendo a tirar palante sin chaleco y luego me encuentro fallos e incoherencias por el camino, me siento a disgusto con algunas improvisaciones que bajan el nivel y me quema la sangre tener que pararme a pensar las cosas, he desarrollado algunos métodos.

En primer lugar, cuando tengo una idea cojonuda, no me pongo a escribirla. La dejo macerando. Es posible que case con otras ideas anteriores o posteriores y ese casamiento solo se puede producir en mi cabeza, en la zona de barbecho. Si escribo el resumen, si me alivio de su presión, comienza de inmediato a perder fuerza y capacidad de pegarse a otras ideas, recuerdos o percepciones que vaya teniendo antes de ponerme a trabajarla en el ordenador. 
Además, sé por experiencia que comenzar a plasmar de inmediato una idea cojonuda puede producir un gatillazo tremendo cuando, metido en curro, te des cuenta de que no sabes para dónde tirar ni por qué has hecho los personajes de un cierto tipo o por qué has ubicado la historia en uno u otro contexto.
Mi mejor manera de sacar el mayor jugo a una buena idea es torturarme con ella durante meses o años.

En segundo lugar, me tengo que imponer unas clausulas o límites. No siempre lo he hecho y eso es un error. Con esto quiero decir que si me enfrento a un trabajo largo, he de procurar mantener un cierto estado de ánimo y tono general para toda la novela. Esos límites, esas líneas rojas, a veces son frases que se repiten en la propia historia y a veces son frases que solo se repiten en mi cabeza, pero que es muy interesante seguir recordando. Por ejemplo, si te dices a ti mismo durante todo el rato «las puertas asustan más que lo que hay al otro lado», no cabe duda de que eso va a marcar el matiz que quieras mostrar de tus personajes enfrentándose al miedo, o a un secreto del pasado, o a descubrimientos de su propia personalidad. 
Yo los llamo mantras y, sin mantras, creo que la mayoría de las novelas no tienen personalidad.
 En Gente Muerta, el mantra era «Usa tu odio». En La montaña, «Lo que da miedo es el descenso». 


En tercer lugar, yo creo que el lector merece que estés inspirado a lo largo de toda la novela y que, si hay partes que no son demasiado disfrutables, las elimines o las mejores. Uno debe trabajar con cierta constancia, pero no es dueño de su estado de ánimo. Sin embargo, creo que hay ciertos rituales empáticos que se pueden seguir. Para ello es tan importante la intuición como el conocimiento de uno mismo. Con respecto a la intuición, si tienes ganas de leer un libro, léelo; déjalo todo. Si tienes ganas de ver una peli, ve a verla. Si una canción te llama, escúchala. Tu parte de escritor nunca se desprenderá de tu ocio y te dice cosas que necesita en ese momento o más adelante.

Con respecto a los rituales empáticos, cada uno tendrá los suyos. A mí hay dos básicos que me suelen funcionar. Uno de ellos es salir a correr escuchando música; no toda la música te sirve siempre. Otro es conducir. Con música, of course. Yo nunca escribo escuchando canciones pero sí hago una gran parte del trabajo de escritor inspirándome con ella. A veces a algunos escritores les funciona un poco de alcohol o un porrito para desengrasar también su lado empático, que es de lo que estamos hablando, de unir la capacidad de percibir y crear belleza con la inteligencia necesaria para urdir una trama. Por eso, como en todo, la moderación es recomendable, porque estos productos espirituosos no te creas que dejan en muy buena forma física tu inteligencia. Por suerte, las carreteras que tengo en el coco uniendo los dos hemisferios, en mi caso, son terriblemente anchas y no necesito de aditamentos externos para ponerlas a trabajar.

El tema de los horarios también varía mucho entre tipos de escritores. Vaya, estoy siendo políticamente correcto. Yo creo que escribir por la noche antes de acostarse no sirve más que para sacar mierda que luego vas a tener que corregir por la mañana; pero ese soy yo. A mí lo que me pone es levantarme muy temprano y meterme un café de campeones. Puedo escribir a lo largo de todo el día, por supuesto, pero he decidido no volver a hacerlo después de la cena porque, lo dicho, es paná. Si estás pillado de tiempo, mejor te acuestas y te pones el despertador a las 7, las 6, las 5 o lo que haga falta.

Otras cositas que hago para organizarme es escribir las descripciones de los personajes, pero no anticipadamente, sino a medida que van saliendo en la novela. Si lo hago antes, me comprometo a cosas que todavía no se me han podido ocurrir en detalle porque, bueno, no estoy buceando en mi propio mundo, en el mundo real, y las ópticas son distintas. Y si no lo hago, al final me lío o tengo que estar todo el rato moviéndome por el texto para ver cómo tenía este el pelo o por dónde le vino el guantazo. Igual no te hace falta mantener la descripción de los personajes, pero sí de un edificio, o de unas batallas que han sucedido. Lo que sea; tienes una versión pirateada de un prodigioso procesador de textos para usarla, muchacho.

Una vez que has terminado el libro, que tampoco nos vayamos a pensar que es lo más difícil del mundo, empieza el trabajo de los adultos, que es corregir. Para eso primero hay que ser consciente de lo que uno pretendía y pensar, sin mirar la pantalla del ordenador, en si cree que lo ha conseguido. Aconsejo unas cuantas jornadas de desintoxicación, ejercicio físico, volver a las actividades humanas normales, pero seguir con la misma caraja de despistado porque estás pensando en tus movidas. Entonces te vas a dar cuenta de cosas que te faltan o que te sobran; apúntalas. Abre un documento exclusivo para apuntar todo lo que, sin abrir el libro, crees que vas a tener que cambiar, quitar o poner. El concepto es el mismo que el de «el espíritu de la escalera»; es decir, que hay mil cosas que te habría gustado decir en una conversación para quedar como John Wayne, pero no dijiste porque en ese momento, las prisas, la adrenalina, una mala tarde la tiene cualquiera…

Arregla toda esa mierda antes de empezar la corrección ortogramatical y continúala a lo largo de la misma. Vas a seguir viendo incoherencias, fallos o cosas que podías haber hecho mejor. Vuelve a cambiarlas, vuelve a mejorar tu libro. Entonces y solo entonces te pones a darle la corrección definitiva de estilo.
Se supone que ya casi no tienes faltas de ortografía ni gramaticales que tocar. Se supone que la novela ya tiene la estructura, orden y contenido que necesitas. Se supone que ahora ya puedes coger todas esas frases tan bonicas que se te ocurrieron en su momento y quitarles los quince nudos incomprensibles que las alejan del sentido común. Quitarás las reiteraciones de palabras. Evitarás que las frases acaben rimando entre ellas. Verás cuántos adverbios acabados en mente no son necesarios. Mirarás aquello de los gerundios, que no siempre hacen falta.
Y ya te sentirás satisfecho y agotado. Entonces, ¿sabes lo que hago yo? Le doy un repaso a los diálogos. Me quito la chaqueta de escritor y me pongo la de persona de la calle, o la de científico loco, o la de narco francés, y toco diálogos, cosa que ya he hecho en los anteriores tres repasos, pero que nunca se acaba de perfeccionar.
Yo necesito todo eso porque soy un escritor hiperintuitivo y, por tanto, debo poner firmes constantemente a mis agentes de aduanas. El que ya me venga ordenadito de fábrica, digo que debería mejorar sus rituales empáticos y toda la mierda esa de sacar del interior lo que merezca la pena ser contado.
 No tengas miedos de saberte un escritor con defectos.

Mi consejo es: conócete a ti mismo, porque eres tu más importante enemigo.

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