Para crear de verdad, es decir, para
desangrarte en cada obra y dar no lo mejor, sino todo lo que uno es, solo hacen falta tres cosas: abandonar esa vida
que tenías (o tenían) pensada para ti, cerrarte a toda posibilidad de ser feliz
como son felices las otras personas, y plegarte a la inefable realidad de ser
un ente inconcluso durante el resto de tus días (inconcluso por el problema temporal
intrínseco al escritor: la imposibilidad de verter todas las ideas,
preocupaciones y obsesiones que tiene en su cabeza, así como la continua
generación, exponencial en algunos casos, de nuevas obsesiones e inquietudes a
medida que uno se hace más viejo).
Quiero
decir que crear no es fácil. Tampoco es bonito —bonito como una puesta de sol,
entiéndase—, pero sí que es un algo vaciador, una satisfacción de descarga, una
especie de comida en mal estado que lo convierte a uno en un fantasma que nunca
es capaz de vivir su vida plenamente ni de aterrizar por completo en la
realidad de los demás. Por lo tanto, también es algo que de ninguna forma se
elige. Quien elige ser escritor es porque no sabe muy bien de qué va esto.
Puede que le guste poner etiquetas y escribir, pero eso no es lo mismo. De
ninguna manera es lo mismo. Tampoco me refiero a que un escritor o creador
tenga que ser un alma atormentada. No, en absoluto: hay quien disfruta con la
descripción de vida que he dado antes. Yo mismo lo hago. A veces. Lo que quiero
decir —sin que nadie me lo haya preguntado, ahora que lo pienso— es que el escritor
de verdad nunca es más escritor que cuando no escribe, y en realidad nunca puede
no escribir sea lo que quiera que esté haciendo y donde quiera que lo esté
haciendo. A ver si me explico: para el escritor, cruzar una calle es escribir,
escuchar es reinventar un diálogo, observar es un ejercicio de reconcentración
que le impide mirar para afuera. El escritor lo es siempre, y el creador tiene
siempre el mismo dolor en esa parte de la tripa que ya no es tripa pero tampoco
pecho. No sé, no soy médico, tampoco poeta: no sé dónde está el alma. No me
cabe en la cabeza que uno pueda ser escritor y algo más, porque escritor se es
siempre y a cada momento y no deja espacio para nada más. Se puede compartir ese
espacio, sí, pero entonces lo que uno haga con esa porción de tiempo que llame
“trabajo” o “intimidad” será “plantar patatas y escribir”, “repasar los puntos
clave de su reunión y escribir”, “impartir clases de electromagnetismo y
escribir”, “fregar la cocina y escribir”, “hacer el amor y escribir”. Se escribe
y se hacen otras cosas al mismo tiempo porque no hay alternativa. Si no, nos
moriríamos de hambre. Algunos ya lo hacen.
Pero
estoy seguro de que esa no era la pregunta, simplemente he querido hacer un
poquito de trampa con el permiso de Víctor y divagar más de la cuenta. La
pregunta era cómo creo yo, cómo
trabajo en mis obras, y la verdad es que no tengo nada demasiado interesante
que decir al respecto, más allá de que pienso que la forma de crear de cada uno
tendría que ser algo secreto que no se debería compartir con los demás por la
sencilla razón de que todo lo que se diga no será sino una aproximación
bastante burda de la realidad, que no es otra que la imposibilidad de saber
cuáles son los mecanismos que se activan en la cabeza o en las mollejas de cada
uno cuando se produce el milagro engorroso de la gestación sin parto. No
obstante, como Víctor me lo ha pedido tan amablemente, trataré de esbozar como
pueda ese proceso que me cablea los circuitos y me envenena la sangre cada vez
que me pongo a teclear (que no escribir).
Empezaré
diciendo que todo suele partir de una idea, de una obsesión, de un miedo, de
algún fantasma olvidado, una imagen, una lectura, una arcada sin vómito, una
película, una mirada de esa actriz con los labios muy rojos, algo que te rompe
por dentro y que ya no te suelta. A partir de ahí, necesitas conformar eso en
algo parecido a una historia y decides si quieres que te la publique una
editorial (si vas a hacer algo comprensible para el público) o bien prefieres
utilizar para asentir con la cabeza delante de la pantalla (escritura onanista
que unos no entienden y otros publican en Anagrama, según los amigos y el
talento que cada cual tenga, aunque no hablaremos de la proporción que se
necesita de cada ingrediente porque eso da para otro debate). Así pues, yo
tengo dos formas de crear, según sea lo que quiera escribir en cada momento:
La
primera, que suelo utilizar en las obras más extensas y que precisan de cierto
componente comercial, suele ser la plasmación de una meticulosa planificación
argumental y espacio-temporal que llevo a cabo en libretas y en un sistema de
recortes de papelitos (sí, amigos, papelitos. De papel) que me da la
flexibilidad y la perspectiva que requiero. Se trata de apuntar los
movimientos, puntos, acciones y hechos claves de la historia en esos papelitos
recortados. Cada conjunto de puntos clave pertenecientes a distintas subtramas
irán señalados de una forma concreta que los diferencie entre sí (con algún
color, algún dibujito, etc.) y después añadiré escenas de transición que
ayudarán a completar un puzle que puedo recomponer y visualizar in situ cambiando de orden esos
papelitos, reorganizándolos, moviéndolos, sincronizándolos y relacionándolos
hasta que todo cobra un sentido parcial y, solo al final, absoluto. Es un
método muy visual y práctico que llevo utilizando con mis tres últimas novelas
y me ha funcionado bastante bien. De hecho, cada vez soy capaz de hilar con mayor
precisión tramas argumentales más extensas y complejas. Pero la clave de crear
no reside en esa planificación escrupulosa, sino en lo que viene después:
destruyo esos papelitos, acabo con toda esa información y decido ejecutarla con
mi memoria, con toda la improvisación que vaya surgiendo y con lo único
inherente y no comercializable que tiene un escritor: su intuición. Esa es la
única forma de ser consecuente con la idea que albergo sobre la literatura, y
también la única que me permite ser libre y no aburrirme con algo que ya está
trenzado en mi cabeza: rara vez acaba como empezó y como alguna vez llegó a
estar plasmado en esos papeles.
Cronología argumental de
“Gespenst”, mi tercera novela, de próxima aparición dentro de la línea Stoker
de Dolmen.
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La segunda forma de crear es mucho más
sutil porque se basa en la total ausencia de reglas, en la simbiosis con el
mundo de los sueños y la alegoría —que es como funciona mi mente el noventa por
ciento del tiempo—. Se trata de hacer caso a todas esas ideas inconexas,
potentemente surrealistas, que se desembocan en historias que no sabía que llevaba
dentro y que dan lugar a asuntos mucho más interesantes y apasionantes de los
que pudiera haber planeado. Y esto es así porque en estos casos se da de lado a
la imaginación y a todo intento de planificación para dejar que salgan todas
las ideas desnudas, arraigadas al alma, que uno lleva en el interior. Así
escribí mi primera novela corta y mi libro de relatos, dos obras que considero
claves en mi evolución como escritor. Ah, y no hablo de psicoanálisis, eso es
para mediocres: esto que sale de este segundo proceso es pura verdad, que es
esa que nace de la mentira que uno no se atreve a decirse a la cara.
Por
supuesto, sea cual sea el método que esté utilizando en cada momento, me
resulta imprescindible que sea de noche, que esté solo en mi estudio y que
tenga un tipo determinado de música en los cascos (normalmente bandas sonoras o
música clásica). De hecho, la escritura la concibo como algo mucho más próximo
a la música (a la melodía en sí, ojo, no a
la letra de una melodía) que al cine o a la mera narración, aunque eso ya
tiene mucho que ver con mi estilo y mis preferencias.
Nada
más, solo agradecer a Víctor Cifu que haya contado conmigo para esta sección
tan interesante y donde han participado escritores tan variopintos (muchos de
ellos amigos) con estilos y metodologías tan parecidas y a la vez tan distintas
a la mía. Y también pedir perdón por mis divagaciones y por la vehemencia con
que a veces —soy consciente— las expreso.
Salud
para todos.
Bravo.
ResponderEliminarUn placer colaborar en esta sección, Víctor. Un fuerte abrazo
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